Manifiesto

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día en día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de su interés, casi siempre al través de su interés, ya que ha consentido someterse al trabajo o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto el hombre vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede prescindir de ella sin grandes dificultades. Si le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas los niños inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.

Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.

Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará su propósito. Y ello es así por cuanto el hombre se ha entregado, en cuerpo y alma al imperio de unas necesidades prácticas que no toleran el olvido. Todos los actos del hombre carecerán de altura, todas sus ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del conocimiento que lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos, acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos que se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos acontecimientos últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás. Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación.

Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.

Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano.
Andre Breton

13 de junio de 2014

Nunca en domingo





Me gusta la lluvia... Tal vez porque son los días que más recuerdo de mi primera infancia. Era una niña más bien flacucha,  callada, taciturna de ojos inmensos que miraban fijamente lo que llamaba mi atención sin emitir palabras ni murmullos. Así podía estar horas entre los brazos de mi padre, tan quieta, como si supiera que el tiempo y las ocasiones en que estaríamos juntos serían  contadas. No tengo idea de donde se metía todo el mundo, sólo éramos el y yo en la casa grande. Todo me parecía gigante, así estaba bien, así lo aceptaba.


El salón con pocos muebles, apenas una sala de mimbre y una consola brillante, donde mi padre colocaba los discos de acetato de la música que le gustaba. Todo dispuesto en el salón. La música el y yo. Al empezar la melodía, comenzaba el baile, todo era vueltas y vueltas, entre más vueltas más risas. Él, vestido de blanco, peinado impecable, yo con mi cuerpecito frágil y mi pelo fino, perdida entre sus brazos. 


Miraba mucho y preguntaba poco, quizá por eso a él le gustaba mi compañía. 
Hombre de pocas palabras, contundente, para la mayoría serio; para mi cariñoso. Tenía la sensación de que para él no había imposibles, lo miraba con curiosidad para adivinar lo que haría, En una ocasión que llovía, así sin más, hizo un hueco en el techo, quitó una teja y dejamos que un vaso se llenará de lluvia. Esa vez me di cuenta que la lluvia también caía en forma de hielo, esperamos con paciencia a que llenara el vaso de granizo. Me pareció que estuvimos ahí, los dos juntos una eternidad. Así debió ser para que ahora lo escriba y no quiera que ese momento se quede en el recuerdo, sino que perdure en el tiempo. Hubo alguna vez un día mi papá y yo... 



http://youtu.be/xzTIWuVSymU



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